La indignación nos atraviesa colectivamente como una aliada, como una bandera que levanta el pueblo para manifestarse, para expresarse, para solidarizarse con sus compatriotas, para hacerse oír por los gobernantes, para dar voz a los sin voz, para pedir justicia, etc. etc.

Sin embargo, llevo un largo tiempo mirando más en profundidad mi propia indignación. Llevar los procesos colectivos a mi intimidad, me permite crear coherencia; no siempre es fácil, no siempre es agradable, pero siento que me da fuerza, que me conduce al terreno de lo posible, de lo tangible, de lo transformable. Desde allí, el siguiente paso se clarifica.

Cuando observo más detenidamente mi indignación, descubro que me permite tomar distancia emocionalmente de una situación que me abruma, como un filtro a través del cual, pierdo contacto interno con el sentimiento más profundo (o la profundidad del sentimiento) que me está habitando, que esta persona o situación externa despertó en mí.

Cuando algo es mucho para digerir, me cuido reaccionando. Se tensiona el cuerpo, se entumecen los músculos, se cierra el pecho, se aprieta la mandíbula, se acorta la respiración, se activa la mente y la energía se pone al servicio de sacar hacia afuera lo que no puedo digerir dentro: el miedo, el dolor, el enojo, la vergüenza, la tristeza…

Cuando el sistema se sobrecarga, salta la térmica. El problema no está en la térmica entonces, sino en lo que la hizo saltar. En qué lugar del circuito interno algo se sobrecargó y como respuesta inteligente, reaccioné.

Es que algunas veces, es mucho para mí.

Entonces una vez más, respiro y le brindo tiempo a todo lo que se moviliza en mí a partir de una vivencia. Escucho este espacio íntimo y sensible, que la persona o situación externa generó o revivió.

¿Qué sucede con mi indignación cuando hago esto?

Por un lado, muchas veces el dolor, o el miedo, o la frustración aumentan. Necesito estar dispuesta a darle espacio, a habilitarlo y acompañarme en ese movimiento. Esto de por sí ya es sanador. Por otro lado, la reacción se transforma así en acción, primero hacia dentro y desde allí se extiende hacia afuera.

Mi responsabilidad-mi habilidad para responder- aumenta.

Cuando me indigno, me pregunto: ¿Cuáles eran mis expectativas? ¿Dónde estaba cuando me encontraba con ese otro? ¿Le veía, le escuchaba, le sentía? ¿Esperaba algo del afuera para moverme dentro? ¿Hubo límites que no pude poner? ¿Hubo pedidos que no pude hacer? ¿Me cuesta respetar los límites del otro? ¿Estoy dispuesta a reconocer al otro y vincularme con todo lo que trae? 

Recorrer el camino de transformar los “debería”, “tendría que”, “me gustaría”, los ideales…en reconocimiento de lo que está siendo tal cual es.

El camino del asentimiento transforma la reacción en acción. Asentir como paso previo al aceptar. Asentir también a los no puedo, a los me cuesta, a los aún no me sale, a los no quiero. El desafío de asentir sin culpas, sin juicios, sino abierta, amorosa, respetuosamente.

La transformación de la reacción en acción, es el camino hacia la adultez, no sólo la propia sino el reconocimiento que el otro también es un adulto, responsable de sí mismo. Esto me confronta con lo que puedo y con lo que no, con mi parte de la responsabilidad dentro de la relación, ya sea de a dos, de  tres o de toda una comunidad. La transformación colectiva está cimentada en mi propia adultez.

Por eso, me comprometo en el hábito de la escucha, de la presencia, de la quietud. Sin cuestionamiento de mis propias estructuras y los orígenes de las mismas, la posibilidad de acción (que incluye también la no-acción) y de contacto se limita enormemente. Porque sin consciencia no hay coherencia.

A veces, es mucho para mí.

Veo que a veces, es mucho para vos también.

Nos miro y nos reconozco.

Sí, así es.

El horizonte ahora,

Entre vos y yo,

se extendió.

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